jueves, 30 de agosto de 2018

Rosemir

Rosemir tenía los ojos canela de tanto llorar.  Sabía que su destino inexorablemente era morir, pero no tan temprano, a los 23 años y de ese trágico modo como jamás lo imaginó: precipitada desde la cumbre de un edificio, ella,  rodeada de presuntos amigos o extraños.  De todas formas, su muerte ocurrió rodeada de circunstancias extrañas, junto al mar que la invitó siempre a lucir su cuerpo de concurso de belleza, no obstante su memoriosa inteligencia de color en las aulas del propedéutico universitario que seguramente ignoraba el trágico suceso justo cuando diciembre iniciaba su ritmo de luces y colores..
        El 29 del mes anterior, ya avanzada la noche, recibí tres mensajes celulares mientras las ruedas del bus devoraban la distancia entre el río y el mar, acaso premonitorios de su muerte, incluso con el diseño de una iglesia donde invocaba al Dios a que nos apega por atavismo el inconsciente colectivo de Jung.

        A las tres de la tarde del viernes la llevaron sus amigos hasta el Metriopolitano y desde entonces los tambores no cesaron de sonar por una razón muy natural, ella era solista de un popular Grupo de Calipso siempre presente en muchas partes, ya en Ciudad Bolívar, como en Caicara o Boa Vista.  El tam tam de los tambores sonó incesante hasta el amanecer, cuando, según el cuento de Garmendia, los muertos comienzan a soñar el sueño de la vida que la serena y atractiva Rosemir jamás pudo realizar.  (AF)

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